¿Podrán ovejas y calabacines salvarnos el alma?

* ¿Que hay para cenar?
* Lomo.
* ¿Y qué más?
* No sé. ¿Hacemos una ensalada?
* Vale. Hay que comer verde.
* Además este mes es mejor si no gastamos mucho, ya sabes.
* Sí, la crisis nos ha enseñado que ser vegetariano es ‘guay’.
* Claro. ¿Descongelo algo para mañana?
* ¿Qué tenemos?
* Lomo.
* Vaya.

La vida, a menudo, se nos resbala de las manos entre un café tomado de pie, el metro (¡¿por qué no te duchas, tío?!), el curro, con el colega que nos cae bien únicamente porque los demás parecen recién llegados de la ciudad de los zombis, la vuelta a casa (¿qué dan por la tele? Nada. ¿Peli o serie? Serie, así me dormiré). Y luego, por las cenas con las parejas amigas (de ella) diciéndonos cosas redichas y poniendo cara de perenne sorpresa, el fin de semana dedicado a las compras que durante la semana nunca tenemos el tiempo de hacer (por favor, ¡qué alguien me explique la diferencia entre Adolf Hitler y el Sr. Ikea!) y la comida de los domingos con la familia (de ella).

La rutina nos da seguridad y es lo primero que se echa en falta después de una separación. Sin embargo, de rutina también se puede morir. Poco a poco, como con la tortura china y la gota de agua en la cabeza. Acaba taladrándote el cerebro. Y eso que el aburrimiento es cosa de personas inteligentes, argumentan los poetas (¿y quiénes somos nosotros para discutir a los poetas?).

También es cierto que en época de apuros económicos resulta más difícil escapar de la monotonía. Es decir, si tuviera mil millones de millones de euros, posiblemente me compraría un avión, desayunaría en París (me encanta el pain au chocolat), almorzaría con un filete de tamaño inmoral en Toscana y por la noche me dedicaría a cenar con los actores del nuevo musical de Broadway, que acabaría de producir.

Sin embargo, hay quien ha decidido huir de la rutina, escapar de la carrera del hámster y volver a plantear su existencia fuera de lo habitual, sin gastarse (casi) un duro. Son los wwoofers, o sea, los hombres y mujeres que se han unido a WWOOF (Willing Workers on Organic Farms). Traducido del inglés: “Trabajadores voluntarios en granjas ecológicas”.

Se trata de una red internacional de granjas donde se promueven los ideales del ecologismo y la vida saludable. Nació en Inglaterra a principios de los años setenta de manos de Sue Coppard, una mujer que se había mudado a Londres y echaba de menos la vida del campo. Y la idea se difundió muy rápido por todo el mundo. En Australia ya existen casi 1.500 granjas wwoof, y en España 220. Cada país tiene su listado publicado en internet donde se pueden encontrar todos los datos y contactos.

La gran mayoría de las granjas son de conducción familiar. Personas que han comprado tierra y se han marchado al campo para montar este negocio ecocompatible, con el fin principal de la subsistencia. En efecto, la idea es vivir de lo que se produce, si bien hay quien ha logrado poner en marcha una pequeña producción destinada a la venta en los circuitos comerciales locales.

Además de los granjeros ‘fundadores’, se ha desarrollado un movimiento de viajeros que dan la vuelta al mundo a través de la red wwoof. De hecho, casi todas las granjas ofrecen hospitalidad a quien quiera echar una mano y probar la experiencia rural. No hay un límite de permanencia, pueden ser tanto dos semanas como un año, y hasta existe la posibilidad de quedarse de por vida. Comida y alojamiento están garantizados gratuitamente a cambio del trabajo en el campo.

Tengo un amigo, Claudio, que al cumplir los cuarenta decidió empezar una nueva vida. La cantidad de trabajos que Claudio había sumado en los últimos diez años era paralelo al número de salmodias coránicas en época del Ramadán. Cambiaba de curro cada tres meses (cuando se encontraba particularmente a gusto). Era tan incapaz de mantener una ocupación fija, como fenómeno en hacerse contratar. Hasta tenía un nombre de batalla: Entrevista man. No había seleccionador de personal que pudiera resistirse a su encanto. Siempre acababa consiguiendo el trabajo y siempre, al cabo de unos días, lo dejaba. Se aburría. Tenía asumido que trabajar sirve únicamente para comer y permitir cultivar tus pasiones, incluso si tu pasión es la de no hacer nada todo el rato. De modo que un día se cansó de ese juego, vendió sus pocas pertenencias y se fue a una granja wwoof de Olaho, en el sur de Portugal.

Desgraciadamente, al cabo de dos meses viviendo en una caravana en medio de los cultivos, huésped del titular holandés de la granja y de su mujer portuguesa, el aburrimiento empezó a asomarse otra vez. Así que cuando para alojar un cable de corriente le encargaron la construcción de un foso mucho más largo de lo necesario ya que, según su anfitriona, la lechuga habría podido sufrir de malas influencias electromagnéticas (los naturistas pueden ser muy singulares), decidió que ya era tiempo de marcharse. Y se fue, a otra granja más al norte en el Algarve, donde, de momento, aguanta. Siempre con la frágil esperanza de no tener que dar la razón a Sócrates, cuando explicaba que no hay que sorprenderse si al viajar acabas aburriéndote de ti mismo, al estar viajando exactamente con la persona de la que querías escapar.

Ello sería un fallo importante, aunque inferior al de terminar un artículo que habla de fuga citando a Sócrates, que, en cambio, no escapó y se tragó la cicuta (biológica, por supuesto).

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