Las Formas del Agua

En otra vida he sido organizador de eventos. Entre otras cosas, he aprendido a temer a la lluvia, a odiar a los actores de teatro y a discutir con gran diplomacia con los tutores del orden llamados a hacer que se respeten los horarios de ejecución. Una de las cosas que más impactan a los extranjeros de paso en tierra ibérica es el descaro de los horarios. Durante este mes de agosto tuve la oportunidad de visitar algunos pueblos españoles (no hago distinciones entre las comunidades autónomas, afortunadamente soy extranjero y se me concede una cierta inocencia política), donde a menudo he tropezado con las varias Fiestas Mayores. Admito que todavía no me he acostumbrado a la idea que un concierto de plaza pueda terminar a las cinco de la madrugada, sin que se manifieste una carga policial o, por lo menos, una viejecita desquiciada armada de bolso volteante e imprecaciones que ennegrecerían el cielo. En cambio, aquí es normal. Como es normal que en las cuatro esquinas del país surja un coro espontáneo, el mismo, que celebra el abuso de alcohol. Que no es ningún juicio moral, nada más faltaría, solo un curioso dato sociológico.

Además de la general propensión a la fiesta (y a la bebida) del pueblo ibérico, este año también tuve la oportunidad de comprobar cinco diferentes modalidades de fruición del agua, un elemento que considero magnífico. Ciertamente más fascinante que tierra y aire y más amistoso que el fuego (a menos de no haberse encontrado en Sumatra en la Navidad de 2004, por supuesto). Como explicaba el escritor inglés Nick Hornby en su novela ‘Alta fidelidad’, a menudo yo también hago el ejercicio de elaborar clasificaciones un poco sobre todo. Mis películas favoritas, mis maneras favoritas de suicidarse, mis favoritos luchadores de sumo y demás. En cuanto a las modalidades de fruición del agua, en el primer lugar tiene que encontrarse el mar. Puede que sea banal, pero es como decir que para comer una buena paella hay que ir a Valencia. Si quieres agua en su mejor versión, pues, al mar no hay quién le gane. Soy más de roca que de arena. Precisamente por ser un fundamentalista del agua. Entre yo y ella no quiero ninguna mediación, mientras que la playa crea una tierra media en la que casi todas las comodidades de la vida terrena están todavía disponibles. La roca esta posibilidad no te la concede. En segundo lugar, novedad absoluta de este año, el río. El cañón para ser exactos. Experimentado en el Prepirineo aragonés. Ha sido un descubrimiento. Siempre lo había desairado. La extensión en sentido longitudinal me parecía un límite. El caso es que al agua también asocio el concepto de horizonte amplio. El río, en cambio, más aún que el lago representa una restricción del campo visual. El agua aparece de repente, es casi una emboscada. Se esconde y vuelve a aparecer después de unas cuantas curvas. También he aprendido a apreciar un cierto ‘faquirismo fluvial’. De hecho, es todo muy difícil. El acceso laborioso, el agua helada, la sombra mucho más presente que el sol. Precisamente todas estas dificultades, será por una educación católica a la mística del sufrimiento innecesario, me lo hacen atractivo. El lago es de un aburrimiento mortal. Sé que muchos se rebelarán en contra de eso, pero para mí no hay historias. El lago aburre. El tema es que a veces este es el objetivo: aburrirse. Olvidarse de las horas y cristalizarse en una postal en la que todo es más o menos inmóvil. Así que el agua ya no es una hipótesis de baño, si no uno de los elementos, el protagonista, de la pintura. Es un poco como ir de vacaciones al campo. No es ni carne ni pescado. Es optar por no elegir y disfrutar de la parálisis. En el último lugar de mi clasificación tengo que poner la piscina. Se trata por supuesto de una postura esnob. De un esnobismo de última generación. El mismo del senderismo, de la comida orgánica y de las bayas del Goji, para que nos entendamos. A parte, hay que distinguir entre piscina privada y pública, ya que la dimensión «bañera llena de extraños de dudosa higiene personal» resulta obviamente un factor clave para la impopularidad de esta solución acuosa. A mí la gente, en general, no me entusiasma. Lo sé, lo digo abiertamente y asumo las consecuencias todos los días como un perfecto samurái. De modo que la piscina, aliñada con una vinagreta a bases de cremas solares y cloro en cantidades urticantes para aniquilar el meado de la humanidad más variada, pues, no es para mí.

Lógicamente, no puedo negar que la piscina privada posea su encanto, pero para mí es poco más que el de una buena ducha, y, de todas formas, será siempre secundario y dependiente de la idea de hogar. De hecho, una de mis fijaciones recurrentes es la fascinación hacia las casas, especialmente aquellas que se lucen en la primera línea del mar. Cuando visito ciudades marítimas no puedo dejar de pensar en la casa que me gustaría poseer en la orilla. En este sentido soy muy burgués del siglo XX y muy poco ambientalista del siglo XXI. Tal vez porque nunca tuve algo así y siempre lo he envidiado, de todas maneras debo admitir que mis tetrágonas certezas de clase y el encanto de la revolución proletaria desvanecen frente a una cocina con vista al mar. Cambiaría mi copia autógrafa de El Capital por una buena hipoteca marítima. Me seduce la idea del ‘buen retiro’, donde comunicarme con el mundo únicamente a través del servicio de mensajería de gaviotas y atunes amaestrados.

Recientemente, mientras duermo el sueño de los justos, me aparece en sueños el pintor Salvador Dalí. Discutimos de esto y aquello y a menudo tampoco entiendo lo que me dice, el maestro tiene fuertes problemas de coherencia lexical, tal vez debería señalarle un buen logopeda. No pocas veces llegamos a tirarnos en la cara huevos y relojes blandos. Además, no hace otra cosa que hablar de su esposa rusa. Es que tiene una fijación. Él sabe que me enojo cuando saca su idioteces sobre el régimen. Ni siquiera se las cree de verdad, pero le encanta provocar. A menudo los genios oblicuos son así. Sin embargo, estamos totalmente de acuerdo en que no hay nada mejor que una casa en el mar. Ni siquiera un museo que lleve tu nombre en la plaza de tu pueblo natal. Por el amor de Dios, claro que me gustaría. Mi madre estaría muy orgullosa, pero como una casa en el mar no hay nada.

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